Los términos de adicción y amor por lo general implican sentidos opuestos. Culturalmente, la adicción es entendida como un comportamiento percibido negativamente. Por una parte, la idea de adicción sugiere sufrimiento, dolor, desesperación; y también la fuerte vinculación de este término con las drogas refuerza esta creencia. Por otra parte, la idea de que el amor es un sentimiento que genera satisfacción, placer y realización personal abona a dicha oposición. Gaja (1995) por ejemplo define al amor como el sentimiento de agrado hacia otra persona que se manifiesta por la comprensión, la complicidad, el entendimiento y la pasión, así también Scoresby (1997) y Turner (1970) señalan que, ya sea en los hechos o en la mente, el amor viene acompañado de una sensación de altruismo, intimidad, admiración, respeto, confianza, aceptación, unidad y exclusividad, aunque la experiencia personal y el conocimiento de las experiencias amorosas de familiares y amigos también nos hacen desconfiar de este paraíso ideal.
Ciertamente, aquéllos que hemos sentido o vivido el amor pleno en algún momento de nuestras vidas tendemos a reforzar esta definición sin mucho cuestionamiento, pero seguramente no se nos escapan otras experiencias de amor que sería difícil hacerlas encajar en este molde ideal. En las relaciones de pareja que establecemos a lo largo de nuestra vida experimentamos un abanico de sentimientos, emociones y acciones relacionadas con el amor, pero éstos no siempre tienen una trayectoria feliz. Por eso coincidimos con Schaeffer (2000) cuando plantea que el amor también tiene conductas y emociones intensas, extrañas o desviadas que –en palabras de Peele y Brodsky (1975)- revelan egoísmo, dependencia y agobio, aspectos éstos que se manifiestan a través de reclamos constantes de atención y exigen por lo general continuas renuncias.
Estas conductas han sido consideradas por no pocos teóricos y clínicos como adicción ya que con ellas, o a través de ellas, se puede llegar a dañar o perjudicar la salud física y emocional de quien la padece, sin que sea posible –aún estando consciente de ello- librarse de ella. Es decir, estamos ante la presencia de una conducta adictiva cuando, en términos de Barnetche, Maqueo y Martínez (1999), el sujeto adicto muestra una pérdida habitual del control al realizar una determinada conducta y sigue ejercitándola a pesar de sus consecuencias negativas. En ese sentido, cuando lo anterior se produce de manera reiterada en la relación de pareja, ésta queda sujeta a la posesividad y a la co-dependencia, lo que ya de suyo resulta un trastorno psicológico que se resume, tal y como lo señalan estos autores, en una incapacidad para participar de manera “positiva” en una relación de pareja.
No obstante lo anterior, está claro que no todos los malos ratos en el amor describen una conducta adictiva en los términos que aquí hemos descrito. Se trata como afirma Yela (s/f) no sólo de pensar la adicción en términos negativos, sino de complejizar su abordaje y tratamiento a partir de la insatisfacción que provoca en alguno de los miembros, o ambos, de la relación de pareja. Al decir del autor –y coincidimos- cuando la adicción genera insatisfacción es posible asumirla como adicción, de lo contrario no habría mucho que decir en su contra. Por ello, insistimos, una conducta adictiva en el amor, siempre y cuando resulte viable y satisfactoria para la relación de pareja y para sus miembros en lo individual, no puede pensarse desde una visión “negativa”, aun y cuando la adicción en sí misma lo sea en tanto enfermedad.
Bajo estas condiciones de entrada, en este blog no pretendemos ofrecer una mirada analítica polarizada desde lo moral. Tampoco llamaremos a priori como “positivas” o “negativas” a las conductas adictivas particulares, sino que ofreceremos de manera sintética y general las circunstancias o factores que intervienen en esta conducta adictiva en el amor a través del análisis conceptual del término “amor adictivo”.
En el próximo blog te hablaremos sobre el desarrollo.
✍ Psicoterapeuta Claudia Garibay
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