A nadie hay que contarle la angustia y la incertidumbre con la que la mayoría de nosotros vive el mundo de la pandemia. ¿Quién hubiera dicho, al recibir este año de doble 20, que la vida nos iba a cambiar así, casi de repente, y de esta manera? ¿Quién hubiera advertido que lo sabroso iría traduciéndose en paquetes de pérdidas por todos lados? Porque de eso se ha tratado esta pandemia, de pérdidas, de pérdidas de besos, de abrazos, de trabajo y de dinero, de movilidad, de tranquilidad, de certezas, y lamentablemente también de salud y de vidas.
Por eso, aunque hace tan solo unos meses la vida cotidiana parecía simple y temporalmente alterada, hoy en día, para muchos, resulta claro que hay un cambio, una transformación en las cosas que parece querer dejar su huella a como dé lugar. Y no me refiero únicamente al cambio en las costumbres: no besos, saludos de lejos o con los codos, filas y tapabocas para tomar el bus, ir al banco, entrar a una tienda a comprar y otras muchas actividades que, ya sabemos, forman parte de un nuevo modo de vivir. No, no me refiero sólo a eso.
Cuando hablo de esta transformación de las cosas, hablo más bien de la transformación de nosotros mismos; una transformación que se ha venido operando de forma lenta y subterránea pero que ahí está, esperando a hacerse consciente del todo, que es la única manera de poder entenderla y manejarla.
Hemos cambiado, de eso no hay la menor duda. Y hemos cambiado porque nos hemos tenido que adaptar a los nuevos tiempos; y por si fuera poco, a marchas forzadas, incluso a veces sin dirección fija, y las más sin dirección alguna. Todo está dicho y nada. El conocimiento –se sabe- pende, escasea, oscila. La era de la postverdad tampoco ayuda. Sabemos, pero no estamos seguros de que sabemos de una vez y por todas.
Ante este panorama, lo natural es sentirnos raros. No estamos acostumbrados a disponer de tan poco control en nuestras vidas, o quizá más bien –pensándolo con más detalle- en realidad el control es lo de menos, lo de más es que no estamos acostumbrados a darnos cuenta del poco control que ejercemos sobre nuestras vidas. A veces, quizá, la idea casi férreamente anquilosada de que la vida se nos escapa de las manos sólo con la muerte. Pero la verdad es otra: más bien cuando se nos escapa, dejamos de controlar nuestra vida porque dejamos de pensar en ella. La fragilidad de la que hoy somos presas ha puesto justo el foco de atención ahí.
Ser frágiles no implica debilidad sino sabiduría porque es eso lo que permite darnos cuenta de cuál es nuestro lugar y condición como individuos en nuestros múltiples roles y facetas. Si miramos con atención, si prestamos oído al bullicio vital, percibiremos con claridad quiénes somos y qué hacemos con respecto a lo que nos rodea, con respecto al mundo que habitamos, las demás personas, nuestros amigos y compañeros, nuestros familiares, nosotros mismos.
Si miramos con atención, insisto, nos percibiremos frágiles, vulnerables ante la realidad que nos sobrepasa siempre, por ejemplo, ante el irremediable pasar del tiempo; esa sucesión de días y noches, o de horas y minutos si se quiere, que sin avisar nos pone en el dilema del ayer y el hoy. Sí, somos frágiles; somos frágiles y vulnerables, que no se nos olvide. La pandemia lo ha hecho más que evidente, pero sobre todo, lo más importante a mi parecer, es que lo hemos sabido. He ahí el meollo de la cuestión.
Permítanme insistir de nueva cuenta: somos frágiles y vulnerables, pero no ahora, o al menos no más que ayer ni que antes porque siempre lo hemos sido; la diferencia es que antes lo hemos ignorado y ahora nos topamos de frente y sin intermediarios con la verdad. Es tal vez por eso que la fragilidad se nos ha ido metiendo de lleno en la sensación y el pensamiento, incluso en la palabra; por eso es que no abandona y terca, se resiste a partir.
Pues retengámosla. Este es uno de los mayores retos a los que debemos de enfrentarnos seriamente. Retengamos la fragilidad porque nos hace conscientes de que no podemos solos, de que necesitamos cuidar y cuidarnos, proteger y protegernos. La fragilidad nos hace conscientes de la maravillosa rareza de cultivar y ejercer la humildad, no sólo ante el otro sino ante la naturaleza que tan frágil nos hace de un plumazo, paradójicamente, a nosotros, que nos hemos creído que la dominamos.
Venga la fragilidad, sintámosla sin miedo y con decoro. Es normal: somos frágiles y estamos viviendo tiempos extraordinarios; supongo que son, también, tiempos de rareza. Estamos aprendiendo a ser frágiles, por eso nos sentimos raros; a la fuerza, es verdad… eso es más bien lo que duele y lo que angustia. Compartamos entonces el dolor, compartamos la angustia; compartidas, como dice el refrán, toca a menos y se hacen llevaderas. Así, y de paso, el camino de la solidaridad se trenza incesante. Si logramos eso, no sólo la fragilidad, hasta el coronavirus, estoy segura, habrá valido la pena.
✍ Psicoterapeuta Claudia Garibay
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