La sexualidad ha sido concebida históricamente como una característica instintiva de los sexos. Se le pensaba como hereditaria y que por ello no guardaba relación con el contexto sociocultural. Su único fin, entonces, se circunscribía a la procreación.
Durante muchos años, esta fue la idea que se albergó sobre la sexualidad: una idea naturalista, soportada en una estrecha y reductiva concepción del ser humano. Por esa misma razón, cualquier desviación de las formas “no naturales” de sexualidad –las formas que no necesariamente involucraban el procrear, como por ejemplo, el mero placer– fueron consideradas pecados, delitos, enfermedades y otros nombres insostenibles a la luz de los desarrollos científicos con los que afortunadamente hoy contamos.
Bajo este concepto antiguo y opresor como el que se ha descrito, uno de los más claros ejemplos de cómo la sexualidad tiende a satanizar la no procreación, es la agresión que experimentan actualmente las personas que no desean tener hijos, en el simple ejercicio de su derecho a expresar y vivir su sexualidad con entera libertad.
Lamentablemente, y no por falta de conocimiento, el concepto primitivo de sexualidad sigue permeando en nuestras sociedades, de tal forma que ser homosexual, bisexual, transgénero, intersexual y asexual en algunos países acredita la pena de muerte, la pena de cárcel, el rechazo, los constantes abusos y violaciones de los derechos humanos; mientras que la heteronormatividad, es decir, el sesgo cultural a favor de las relaciones heterosexuales, se plantea como la forma “normal, natural e ideal” de vivir y ejercer la sexualidad.
Sin embargo, desde el punto de vista científico, la sexualidad engloba un conjunto de condiciones que caracterizan a cada persona. Este conjunto de condiciones no necesariamente pasan por la dimensión biológica o sexual de la sexualidad, ya que si bien nacemos con determinadas características sexuales –es decir, genitales masculinos o femeninos- son los aspectos psicológicos, sociales y éticos los que juegan un papel determinante para que la sexualidad se vuelva una característica identitaria de cada individuo, más que un mecanismo de reproducción.
La Organización Mundial de la Salud define la sexualidad como: “Un aspecto central del ser humano, a lo largo de su vida. Abarca al sexo, las identidades y los papeles de género, el erotismo, el placer, la intimidad, la reproducción y la orientación sexual. Se vive y se expresa a través de pensamientos, fantasías, deseos, creencias, actitudes, valores, conductas, prácticas, papeles y relaciones interpersonales. La sexualidad puede incluir todas estas dimensiones, no obstante, no todas ellas se viven o se expresan siempre. La sexualidad está influida por la interacción de factores biológicos, psicológicos, sociales, económicos, políticos, culturales, éticos, legales, históricos, religiosos y espirituales.”
Como se puede ver, la definición anterior permite conocer el universo de posibilidades que engloba la sexualidad, mientras que el concepto primitivo – el cual actualmente sigue estando en uso- únicamente engloba una: procrear; de esta forma, es más sencillo observar lo arbitrario, incorrecto y opresivo del mismo.
En las próximas entregas, hablaremos más sobre este tema. Nos referimos a las particularidades de la sexualidad en mujeres y hombres, hablaremos de los estereotipos y estigmas sociales que permean sobre ello, haremos especial hincapié en el problema del abuso sexual y también puntualizaremos información en torno a las patologías físicas y mentales que acarrea la represión de la sexualidad en los seres humanos.
✍ Psicoterapeuta Claudia Garibay
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