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  • Psicoterapeuta Claudia Garibay

La muerte


La muerte es la otra cara de la vida, su fin, y para algunos también su inicio. Como quiera que sea, la muerte representa el destino final de la vida. Pero ello, que es una manera de pensar la muerte, nos hace ser quienes somos: seres humanos conscientes del fin de la vida.


La conciencia de la muerte en los seres humanos es una certeza incognoscible y por ello es algo que pertenece al ámbito del futuro, de lo desconocido. Así, en la muerte, el futuro se presenta como no vida.

En la vida, el ser humano es: vive, decide, se preocupa, ataja inconvenientes, actúa, piensa, hace; pero en la muerte no hay nada de eso. Y es que la muerte, en tanto posibilidad de la existencia humana, no sólo acompaña al ser humano a lo largo de su vida, sino que le permite entender la idea del final de su propia existencia y la de los demás. Esto es lo que lo conmina a sortear los peligros y amenazas a su integridad física (enfermedades, por ejemplo), pero también a su integridad emocional, psicológica, entre otras.

Rose on a Grave

Como la muerte no tiene un referente claro más allá del fin de la vida, vida y muerte resultan fenómenos incompatibles: uno es el todo, el otro es la nada. Con la muerte no hay postergación posible. Llega cuando llega y su llegada trastorna nuestro mundo de vida porque trastorna de manera definitiva nuestra individualidad. No se trata de un acontecimiento más de nuestras vidas, sino de su cancelación, de su propio agotamiento; en ese sentido, nuestra muerte representa de alguna manera el agotamiento de la singularidad de nuestra propia vida.

Debido a lo anterior la muerte siempre es propia, lo que no implica ver morir a otros, sentir la muerte de otros –sobre todo de los más queridos-. Cuando se afirma que la muerte siempre tiene lugar en singular se busca comprender la naturaleza íntima y personal de la misma. Morimos solos, es algo que nuestro cuerpo hace de manera natural; y esa soledad representa también el vacío, lo imprevisto, articulando así una ruptura con todo lo que somos y hemos sido, y también con lo que podríamos llegar a ser.

duelo por muerte

Por eso es que la muerte también es intransferible: una experiencia que no se puede compartir ni transmitir porque una vez muertos esto resulta imposible. Así entendida, la muerte no resulta preocupante para los muertos, sino para los vivos que se sienten impotentes ante ella pues la muerte es lo que impide su propio “devenir”. Mientras se espera a la muerte, se vive atento y preocupado por ella, tanto en el nivel de la incertidumbre como en el de la angustia; pero cuando se muere, la no existencia no preocupa, ni siquiera importa.

El sentimiento de ajenidad que anida alrededor de la muerte redunda en su incomprensión y su vivencia como pérdida pues la muerte no ocurre con nuestro consentimiento, a menos claro, que nos la procuremos nosotros mismos como sucede con el suicidio. En cualquier caso, no obstante, la muerte asusta pues no sabemos qué pasa cuando se muere.

Sin embargo, comprender la realidad de la muerte como estadio de la vida, nos acerca y familiariza con su inevitabilidad. Como se dijo antes, es ello lo que nos impulsa a actuar, a dotar de forma y contenido nuestra vida e intentar desde ella lidiar con la amenaza de la muerte que es, en cierto sentido, la amenaza de la nada, la amenaza de lo incomprensible, de lo incognoscible; de ahí la angustia.

walk into light

En ese sentido, la vida –de alguna manera- es un permanente enfrentar en abstracto a la muerte y podemos decir que nuestros actos y pensamientos se hallan estrechamente relacionados con esta sintonía entre muerte y vida en la que transcurre nuestra propia existencia. Pensar la muerte abre así la posibilidad de vivir la vida. Encaminémosla a nobles fines, de todas formas vamos a morir. Al menos, cuando llegue el inevitable momento de nuestra desaparición, habremos logrado burlar este imponderable inconveniente a través del camino que, ojalá satisfechos, hayamos recorrido en vida.

✍ Psicoterapeuta Claudia Garibay

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