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  • Psicoterapeuta Claudia Garibay

El potencial positivo de la ira y miedo. Segunda parte

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Por Claudia Garibay

Desarrollo:

El estudio de las emociones se presenta desde varios enfoques[1], algunos incluso contrapuestos, y bien a bien, como afirman Wenger, Jones y Jones (1962), su conceptualización es y ha sido hasta ahora imprecisa. En ese sentido, la cantidad y diversidad de modelos teóricos en torno a la emoción, no necesariamente abona a su precisión conceptual, obstaculizando con ello su buen entendimiento.


No obstante lo anterior, los esfuerzos más contundentes en definir una emoción se han enfocado a hacerlo desde el consenso de sus tres componentes: cognitivo/subjetivo, conductual/expresivo y fisiológico/adaptativo. En ese sentido es que podemos afirmar con Chóliz (2005) que la emoción es una experiencia multidimensional que comporta tres sistemas de respuestas que están presentes, en diversa intensidad y magnitud, en todo proceso psicológico.

De la misma manera, la utilidad de las emociones para el organismo humano se expresa a través de sus tres funciones: la función adaptativa, que se enfoca a preparar al organismo para ejecutar una conducta eficaz respecto del estímulo ambiental que la desencadena, movilizando así la energía necesaria para su despliegue y dirigiendo la conducta hacia un determinado objetivo; la función motivacional, que se encarga de dotar de energía a la conducta, orientándola en una dirección concreta y otorgándole en función de ello un nivel determinado de intensidad. A esto se le llama conducta motivada.

Por último está la función social que es la que facilita la aparición de “conductas apropiadas” ya que la expresión de las emociones permite a los demás predecir el comportamiento asociado a ellos, lo que a su vez juega un papel muy importante en las relaciones interpersonales y sociales entre los individuos. En ese sentido, la función social de las emociones promueve la interacción social, controla la conducta de los otros y permite la comunicación de los estados afectivos, promoviendo con ello a su vez la conducta prosocial[2].

De las tres funciones anteriormente descritas, es la función adaptativa la más conocida de todas las funciones de la emoción, aún y cuando se sabe que las emociones son procesos poco estudiados como parte de la evolución[3]. Esto ha llevado a no pocos psicólogos a realizar su propia clasificación de emociones básicas[4], lo que ha provocado polémicas sobre el tema y aún no se encuentra consenso.

En lo que respecta a las emociones de miedo e ira podemos decir que al menos la primera, está sumamente emparentada con el proceso evolutivo. Junto a la ansiedad, el miedo es una de las emociones que más investigaciones ha suscitado y ambas están estrechamente relacionadas, aunque su diferencia está en la situación real que las convoca; en el caso de la ansiedad la reacción es desproporcionadamente mayor a la supuesta peligrosidad del peligro (Belmonte, 2007), y el miedo se da cuando los recursos con los que contamos para afrontar una amenaza resultan insuficientes (Lazarus, 1993).

Algunos elementos instigadores del miedo son: las situaciones potencialmente peligrosas (para el caso de niños, las situaciones nuevas y misteriosas y el abismo visual), los procesos de valoración que interpretan una situación como peligrosa, el dolor, la pérdida de sustento, etc. Desde el punto de vista cognitivo, con el miedo se reduce la eficacia de los procesos cognitivos, provocando obnubilación, lo que conduce a su vez a una extrema focalización de la percepción del individuo en el estímulo temido. Esto último, facilita la reacción del organismo ante el “peligro” mediante la movilización de una gran cantidad de energía para la ejecución de respuestas de gran intensidad, lo que sin dudas, es un aspecto positivo del miedo.

Desde el punto de vista de la experiencia subjetiva se vive esta emoción del miedo como desagradable (genera desasosiego, malestar y aprehensión), particularmente ante la sensación de pérdida de control.

Algo similar ocurre con la ira, emoción muy vinculada con los trastornos cardiovasculares, en específico a partir del despliegue de la hostilidad que es su elemento cognitivo. La ira, en ese sentido, está conformada por la relación hostilidad-agresividad (la agresividad es el elemento conductual). Entre sus elementos instigadores se hallan la estimulación aversiva, tanto física como cognitiva, las situaciones frustrantes en tanto obstaculizan la consecución de un deseo o conducta motivada, y algunos autores señalan también a la inmovilidad o restricción física y/o psicológica.

Desde el punto de vista cognitivo, al igual que el miedo, la ira obnubila el entedimiento, generando así una disminución en la eficacia de los procesos cognitivos y focalizando la atención prácticamente sólo en el obstáculo que funciona como situación frustrante. Pero mientras en el miedo, la reacción es de huída o escape, en la ira la reacción asociada es de autodefensa o ataque. En ese sentido, la energía movilizada aunque no concluya necesariamente en una agresión, sí puede lograr inhibir las reacciones desagradables de otros sujetos, específicamente mediante el aumento de la velocidad y la intensidad de la voz, y la capacidad motora.

En cuanto a la experiencia subjetiva, la ira se experimenta como una reacción también desagradable, pero relacionada con la impaciencia y la aversión hacia algo. La sensación de energía e impulsividad que genera tiende a la necesidad de actuar de manera intensa e inmediata para solucionar de forma activa la situación problemática que se valora como obstáculo.

[1] Entre los enfoques teóricos que intentan explicar la emoción se encuentran los modelos evolucionistas (regidos por los postulados darwinistas sobre la emoción que están centrados en la función adaptativa), los psicofisológicos (vinculados a las tesis de William James y Carl Lange sobre la identificación de la emoción por medio de un patrón fisiológico determinado que antecede a la reacción emocional), los neurológicos (liderados por las investigaciones de Walter Cannon que ponían en duda precisamente lo dicho por James-Lange sobre que toda reacción fisiológica estaba precedida por una reacción emocional), los conductistas (para quienes las emociones son respuestas ante estímulos del medioambiente), las teorías de la activación (centradas en la tesis de que existe un único estado de activación de las emociones, y las diferencias entre ellas sería un asunto de grados) y los cognitivistas que conciben a la emoción como una consecuencia de procesos cognitivos.

[2] No obstante ello, muchos teóricos admiten que si bien esto aplica mayormente para las llamadas emociones “positivas” (felicidad, alegría, gratitud, serenidad, esperanza, orgullo, diversión, inspiración, asombro y amor), no es así para aquellas emociones entendidas como “negativas”.

[3] Retomando la tesis darwiniana, un aspecto reciente en el estudio de las emociones es el de tratar de discernir si existen o no emociones que puede ser denominadas básicas o universales. Como se podrá notar, ello significaría entender a las emociones como reacciones afectivas innatas y distinguibles entre sí, presentes en todos los seres humanos.

[4] Por ejemplo, para Izard (1991), las emociones básicas son: placer, interés, sorpresa, tristeza, ira, asco, miedo y desprecio, mientras para Ekman (1973, 1989, 1993), las seis las emociones básicas son ira, alegría, asco, tristeza, sorpresa y miedo. Más recientemente, junto a autores como O’Sullivan y Matsumoto (1991), este autor ha incluido al desprecio. Desde la perspectiva de la existencia de las emociones básicas se articulan dos enfoques no muy distintos: el enfoque biológico y el psicológico. Sin embargo, otros investigadores como Ortony y Turner (1990) señalan que no existen las emociones básicas.

✍ Psicoterapeuta Claudia Garibay

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