Como ya se ha dicho, el trabajo infantil es un tipo de violencia hacia los menores que lamentablemente se encuentra generalizada en el mundo. Si bien algunos países tienen índices menores de trabajo infantil, todos participan en esta actividad que atenta gravemente contra el desarrollo integral de los infantes.
La razón por la cual hay diferentes índices de trabajo infantil en el mundo es completamente dependiente de la desigualdad social que exista, la calidad de vida, la economía de cada país, el nivel educativo y el acceso a una educación de calidad, o bien la relación campo/ciudad, entre muchísimas otras variables. Así, mientras más marginalidad exista, mayor trabajo infantil.
El trabajo infantil, a grandes rasgos, es una consecuencia del modelo de desarrollo capitalista neoliberal por medio del cual se rigen la mayoría de los países del mundo, entre ellos México. Este modelo neoliberal ha generado una intensificación del desempleo, tanto en el campo como en la ciudad, lo que provoca que aumente la pobreza y se genere una mayor desigualdad. Datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT, 2003), muestran que en América Latina –región donde el trabajo infantil es muy prevalente y día con día más común- el 50% de la población económicamente activa se encuentra desempleada: el desempleo y la generalización de la pobreza han provocado un incremento de la participación económica de las niñas y los niños para afrontar la crisis.
Esto es particularmente notable en cuanto al campo mexicano desde donde se puede referir la existencia de un sinfín de historias de resistencia y luchas sociales de gran relevancia en contra del capitalismo neoliberal, modelo a través del cual se inflige un grave daño a la pequeña propiedad, así como a la propiedad comunal y ejidal.
Un efecto similar del neoliberalismo encuentra sentido en la destrucción de la autonomía económica y la soberanía alimentaria de los campesinos mexicanos; sin embargo, aun cuando hay grandes historias de resistencia, la realidad es que la pobreza, la migración, la violencia y el olvido son los factores que constantemente oprimen y vulneran social, cultural y económicamente la vida rural. No es en vano que la mayoría de las niñas y niños que trabajan en México lo hagan en el campo (42% niños y 15% niñas), o sea, en el sector agropecuario, el cual obliga a los infantes a realizar jornadas completas bajo el sol, expuestos a agroquímicos peligrosos para la salud, generalmente percibiendo un sueldo menor que el de los adultos (ya que pocas veces estos niños y niñas saben leer los cheques que cobran) y finalmente, privándolos del tiempo de ocio y diversión que deberían tener, así como de poder asistir a la escuela.
Tampoco es en vano que muchas de estas niñas y niños que trabajan como jornaleros sean migrantes, ya que así las compañías que los contratan se deslindan de toda responsabilidad. Incluso, está suficientemente documentado que los trabajadores infantiles migrantes reciben menor salario que el de los niños y niñas mexicanas, debido –sobre todo- a que en su gran mayoría estos niños y niñas hablan lenguas indígenas y no saben leer el español.
Lo anterior resulta particularmente notable en nuestro contexto contemporáneo, pues México es un país de tránsito, destino y retorno de miles de migrantes, entre ellos miles de niñas y niños. En 2017, por ejemplo, se identificaron alrededor de 18,300 niñas y niños migrantes en México que llegaron con la finalidad de trabajar (en su mayoría como jornaleros), y algunos otros también con el objetivo de cruzar la frontera, de los cuales –por cierto- más de 7 mil viajaban sin la compañía de un adulto.
Como se puede ver, el panorama del trabajo infantil en el México rural no es muy alentador, no sólo por el trabajo infantil mismo, sino también porque con ello se reproducen y naturalizan estas prácticas sociales que atentan contra el derecho de niñas y niños a tener una infancia sana y con actividades y tareas acordes a la edad de quienes las realizan.
✍ Psicoterapeuta Claudia Garibay
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