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  • Psicoterapeuta Claudia Garibay

Feminicidio, cultura y sociedad

Feminicidio es un término latinoamericano que deriva del inglés femicidio (homicidio de mujeres) que se impone ante la necesidad de hacer visible la situación de violencia estructural contra las mujeres. Esta situación estructural denuncia la situación de vulnerabilidad de la mujer en contextos socio-culturales, económicos y políticos donde las mujeres son consideradas inferiores y en condición de sometimiento debido a los roles y estereotipos históricamente asignados a las mujeres en la familia y la sociedad. Estos roles están asociados a su papel como cuidadoras y paridoras al interior del núcleo familiar, así como a su posición de sometimiento y subordinación al mandato masculino. El origen de esta situación se encuentra en la división social del trabajo, donde la mujer es relegada al ámbito doméstico donde la crianza constituye un ámbito que demanda a su vez ciertas actitudes como la paciencia, la tolerancia, y de manera muy importante la subordinación a los hombres en términos económicos fundamentalmente, pero también en términos de posiciones ideológicas y políticas, así como en lo que respecta a los roles y relaciones sociales. Lo íntimo y lo doméstico devienen así escenarios privilegiados de la mujeres, en tanto constituyen ámbitos de acción en los que ni la sociedad ni el Estado están en condiciones de intervenir. No es de extrañar que la violencia intrafamiliar sea así una de las violencias que franquea el paso a los feminicidios. Lo que pasa dentro del hogar solía ser una cuestión privada, hace sólo unos años atrás. A primera vista, el hecho de que la vida privada, la vida familiar, quede fuera de las miradas ajenas tiene sentido; a fin de cuentas, la vida privada es esencialmente eso: privada, ajena a los ojos de los demás. Sin embargo, contra lo que suele pensarse, es el ámbito de lo privado, y en particular al interior del hogar —donde concurre la vida familiar— donde se dan más casos de feminicidios. Las estadísticas revelan que las mujeres son asesinadas mayormente en sus hogares, con instrumentos como enseres punzocortantes que se encuentran en las cocinas como cuchillos, navajas o palas, o bien con cualquier objeto que pueda encontrarse en una caja de herramientas como desarmadores, martillos, pinzas. También, contra lo que normalmente se piensa, las mujeres son asesinadas por sus parejas hombres, familiares o amigos cercanos y conocidos. Es así como la vida privada adquiere una dimensión fundamental en el análisis y comprensión de los feminicidios. Recientemente, esta situación ha sido evidenciada a través del aumento de los índices de violencia intrafamiliar y feminicidios durante la pandemia. Según múltiples estudios realizados al respecto, el confinamiento impuesto por las autoridades de salud en diversos países hizo que las mujeres (y en el género de las mujeres también entran las niñas) tuvieran que convivir un mayor periodo de tiempo con sus agresores potenciales y esta convivencia develó que en México, cerca del 45% de las mujeres sufrieron un incremento en la violencia de género en el hogar de la mano de sus familiares cercanos y en particular de sus parejas; las llamadas de emergencia por violencia intrafamiliar aumentaron en más de un 30%. Los estados con mayor incidencia fueron Estado de México, Querétaro, Jalisco, Chihuahua y Coahuila. En cuanto a los feminicidios, el promedio de mujeres asesinadas fue de 11 diarias, sólo entre los meses de marzo y abril, los más altos índices en 2021, y el aumento concreto fue de 7.1%. Lamentablemente, este no es un asunto sólo de México, aunque hay que decir sin gota de orgullo que nuestro país ocupó el primer lugar en feminicidios en el mundo en 2019. El feminicidio es un fenómeno global, común y más diverso de lo que se cree. Sin embargo, mientras más impunidad más posibilidad hay de cometerlo. Como ocurre con todas las violencias, en la medida en que estas no son sancionadas adecuadamente, se manda una señal de que se pueden seguir cometiendo sin mucho problema: la tasa de impunidad de feminicidios en México ronda el 97%, saquen ustedes la cuenta. Pero no sólo es una cuestión de fallas en el sistema de procuración de justicia o de ausencia de mecanismos eficientes para la atención y la prevención de prácticas de violencia extrema; se trata también de asuntos relacionados con la forma en que se naturaliza la violencia contra la mujer en nuestras sociedades machistas y heteropatriarcales. Como ya se ha comentado, la condición simbólica de lo femenino, asociada básicamente a su papel subordinado a lo masculino tiene raíces históricas, y cualquier comportamiento de la mujer que intente cambiar este orden, o bien resistirse a él, es duramente sentenciado por buena parte de la sociedad. Se trata entonces de entender que la violencia feminicida es una violencia que se inserta en los márgenes generales de las múltiples y cotidianas violencias que se ejercen contra la mujer en general, es decir, en todos los ámbitos de la vida: el interpersonal, el familiar, el educacional, el laboral, el institucional: hijos, amigos, parejas, padres, hermanos, jefes, maestros son en muchas ocasiones agresores de las mujeres en alguna medida pues humillan, sobajan, discriminan, hacen menos, golpean, insultan, mandan, matan, creyéndose propietarios de las mujeres, creyendo incluso que son inferiores, débiles, emocionales, confiadas, pacientes y tolerantes, lo que las hace propensas a ser engañadas, sometidas, violadas, agredidas, asesinadas. Teniendo esto en cuenta puede quedar más claro por qué la violencia feminicida es una violencia que se ejerce contra la mujer por su condición de ser mujer. Esto no quiere decir que toda violencia contra la mujer, incluso su propio asesinato, sea por esta razón, pero las estadísticas revelan que la violencia contra la mujer posee patrones muy claros al respecto. A las mujeres se les violenta porque los agresores consideran que tienen y están en el derecho de hacerlo ya que ellas se les insubordinan, no les obedecen. Es por eso que aunque los homicidios de hombres son más comunes y más numerosos, los feminicidios además de persistir en el tiempo, son homicidios con características particulares que ameritan un tratamiento analítico y político diferenciado. Por ejemplo, se ha revelado que los feminicidios han ido en aumento precisamente en aquellas regiones o espacios dentro del país donde las mujeres sufren otros tipos de violencia, como la económica por ejemplo, que es cuando les pagan salario inferior por la misma cantidad y tipo de trabajo que realiza un hombre; o donde a las mujeres se les anula o coarta su capacidad para tomar decisiones sobre su vida, sobre su cuerpo, etc., como sucede en muchos estados y comunidades. No obstante ello, algunos estudios revelan que a partir de 2008, la violencia feminicida, y los feminicidios como forma extrema de esa violencia, aumentó junto con el incremento de la violencia general en el país. De esa manera, las mujeres fueron también asesinadas en un mayor nivel por extraños, en la vía pública y con armas de fuego; lo que significó una diferencia sustancial con los medios tradicionales de matar, asociados fundamentalmente al ahorcamiento, la estrangulación, el sofocamiento y el ahogamiento o inmersión. Así, el entorno de violencia e impunidad en el país que a partir de 2008 se disparó, trajo como consecuencia un ambiente mucho más amenazante y peligroso para las mujeres que vieron ampliado y diversificado el abanico de violencias ejercidos contra ellas. De hecho, tal y como las cifras revelan, la violencia feminicida y los mismos feminicidios están lejos de ir a la baja; más bien sucede todo lo contrario. Esto, como se ha dicho, guarda relación con el contexto de violencia en el país que en los últimos 15 años se ha visto incrementado de la mano del crimen y los altísimos índices de impunidad en México; sin embargo, también se halla estrechamente relacionado con la estructura sociocultural desde la que impera la misoginia, el descuido, la indiferencia y la irresponsabilidad frente a la mujer que trae como consecuencias una continuada práctica de desigualdad a nivel social, de desventaja en el ámbito familiar y laboral y de despoder al interior de la vida en general. No es casualidad que los hombres maten a sus parejas después de ejercer sobre ellas durante mucho tiempo distintos tipos de violencia. Lo anterior permite comprender que no se trata sólo de dominar y mancillar el cuerpo que es, por ejemplo, el tipo de violencia feminicida que podemos encontrar en los abusos y agresiones sexuales, sino que más bien se trata de que esta violencia constituye un mecanismo de control a nivel simbólico e ideológico que permite conservar y reproducir la situación de subordinación al ejercicio de poder masculino en diferentes ámbitos a través del miedo y la amenaza como antesala de los golpes y el asesinato. Esto revela que la violencia feminicida no es cosa de asuntos privados o cuestiones vinculadas a patologías individuales excepcionales y puntuales; se trata de una determinada organización de las relaciones sociales entre hombres y mujeres que coloca de forma “natural” a estas en desventajas con respecto a ellos; desventajas que, está de más decir, no sólo constituyen una humillación constante a la individualidad de las mujeres, sino una violación de sus derechos como personas que infravaloriza sus vidas y termina en no pocas ocasiones coartándolas sin mucho miramiento. Por eso es que desde el feminismo se ha luchado por hacer ver que la violencia contra la mujer —donde los feminicidios configuran su expresión más extrema— es un hecho aislado. Al contrario, forma parte de esos “llamados al orden” que se han impuesto históricamente desde lo masculino para ejercer poder sobre el cuerpo de las mujeres, sobre su individualidad, sus comportamientos y sobre sus derechos. Este orden constituye un mecanismo de control social y desigualdad muy eficiente donde la mujer se halla subordinada a ciertos estándares de lo deseable, de lo esperable, de lo que es correcto socialmente. Y si esto no fuera algo que las pusiera en desventaja no habría problemas, pero sí lo hace. Bajo este sistema las relaciones asimétricas entre hombres y mujeres se privilegia el orden masculino, su poder de lo masculino sobre lo femenino, traduciendo esto en el poder del hombre sobre la mujer. Claro que esto no se ve de la misma manera en ambientes rurales que urbanos, e incluso en ciertos sectores poblacionales y otros. Sin embargo, de manera general la primacía de lo masculino sobre lo femenino es histórica, atraviesa tiempos, espacios y culturas (pensemos solamente en los casamientos infantiles que aún persisten, o en el asesinato de las niñas en el medievo, la quema de “brujas”, el que no podían trabajar, no se podían divorciar, no podían votar, e incluso aún no pueden decidir sobre su cuerpo al no tener derecho al aborto, etc.). De esta manera, la naturalización de la asimetría en las relaciones entre hombres y mujeres ha terminado por minar —históricamente también— la autoestima de las mujeres, su autoconfianza y la capacidad que tienen de ejercer su autonomía. Según los especialistas, aunque la violencia física y el asesinato son violencias muy visibles y brutales, no son las que tienen un mayor impacto porque la conservación de esta asimetría viene dada porque a través de la crianza y la práctica cotidiana esto no se cuestiona, sino que se asume como lo que ha sido siempre y lo que debe seguir siendo. Buena parte de esta naturalización es reproducida por las mismas mujeres a través de su subordinación, su tolerancia, su eterna comprensión y apoyo sin medida hacia el hombre, en ocasiones incluso en contra de su propia conveniencia y dignidad como persona, en contra del ejercicio de sus propios derechos. A nivel individual, una de las formas de hacer frente a esas violencias es detenerlas precisamente cuando aún no alcanzan el nivel de violencia extrema que se da con los feminicidios. No hay que olvidar que el asesinato de mujeres a mano de sus parejas, sus familiares y conocidos no se da de un día para otro, sino que es el resultado de una cadena de violencias “menores” en las que las mujeres no saben o no pueden hacerles frente porque sienten que no tienen la capacidad para ello, o porque creen que está bien que el hombre decida por ellas lo que tienen que hacer con sus vidas, porque consideran que es menos problemático soportar insultos, discriminaciones y exclusiones que enfrentarse a su familia, que es mejor evitar el conflicto, que siempre es bueno apoyar en todo lo que diga el hombre aunque no sea lo correcto o directamente les afecte, que no hay que cuestionarlo porque se pone agresivo y no entiende, etc. Hay que ir cambiando el paradigma desde el que se sostiene esa relación asimétrica de poder entre hombres y mujeres, y ahí tanto hombres como mujeres tienen la posibilidad en sus manos y en sus mentes de transformar sus conductas. A nivel social y cultural, se hace necesario incluir programas de género en las escuelas, capacitar a los comunicadores, fortalecer los mecanismos de denuncia pública y de sanción social en torno a prácticas discriminatorias y excluyentes desde las que todavía son víctimas algunas mujeres cuando les piden como requisito para trabajar una prueba de embarazo, por ejemplo; cuando les pagan menos por trabajo igual, o bien cuando somos testigos de un acto de violencia (burla, humillación, golpes) y volteamos la cara para el otro lado. Ningún cambio se logra en la sociedad y en la cultura si no cambiamos nosotros nuestras formas de pensar, actuar y relacionarnos en sociedad pues la sociedad la hacemos nosotros todos los días. Tres de cada cinco mujeres en México han padecido un incidente de violencia de género en su vida. ¡Tres de cada cinco, más de la mitad¡. Es una cifra alarmante. Y aunque hay mujeres más vulneradas que otras, lo cierto es que la violencia contra la mujer no distingue edades, ni clases sociales, ni etnias. A nivel jurídico y político, urge exigir mejores mecanismos de acceso a la justicia, la implementación de mecanismos seguros de denuncia directa e inmediata, más presupuestos para refugios, reforzar la atención a víctimas, capacitar a las autoridades en el manejo de la problemática de género, evitar la revictimización que hacen muchas veces los agentes del ministerio público al culpar a la víctima de una violación, por ejemplo, por llevar la falda corta, o andar sola caminando en las noches. Se hace necesario poner atención a las conductas y pensamientos misóginos, evitar los estereotipos y la justificación de las agresiones de todo tipo; ello implica entender los factores sociales y culturales que detonan la violencia feminicida y combatirlos, porque de lo contrario formaremos parte de un círculo de impunidad social que reproduce esta violencia por omisión o desidia. Toda violencia contra la mujer es una violación a sus derechos humanos, y todo feminicidio —último eslabón de esa cadena de violencias— ya no les cuesta sus derechos, sino su vida. Sólo en América Latina, se asesinan cerca de 3000 mujeres cada año sólo por ser mujeres: es una cifra extremadamente alta y más si se tiene en cuenta que ninguna mujer decide nacer mujer. Ampliemos las redes sociales de mujeres, que encuentren siempre espacios y personas que las apoyen, que las oigan, que les permitan cambiar su perspectiva si es que viven sometidas y violentadas, que se fortalezca una cultura de la denuncia, que los medios no las presenten doblemente víctimas, de su agresor y de sí mismas. Entendamos que buena parte de la naturalización de conductas de subordinación son aprendidas en un contexto que hace creer a las mujeres que “calladitas se ven más bonitas”, que luchar por sus derechos, por alzar su voz, por exigir un trato digno es una afrenta al hombre que tiene delante. Hay que entender que la mujer tiene derechos humanos y tiene el derecho de exigirlos y disfrutarlos, porque toda mujer tiene derecho a una vida libre de violencia, porque tiene derecho a desarrollar su personalidad y su individualidad, a tomar sus propias decisiones, a equivocarse y aprender por sí misma, a salir en la noche vestida como le venga en gana, a vivir sin miedo a que le peguen, a vivir sin que la maten sólo porque alguien cree que puede hacerlo, porque es físicamente más fuerte, porque cree que tiene autoridad sobre ella y porque lo hace sin que le pase nada. Ninguna mujer es propiedad de nadie, ningún hombre es superior a ninguna mujer. Nadie tiene derecho a decidir sobre su vida sexual o reproductiva, nadie tiene derecho a utilizarla como paridora, como objeto sexual, como recipiente de reproches, frustraciones e inseguridades ajenas, como esclava doméstica. Las relaciones entre hombres y mujeres deben ser equitativas; los hombres y las mujeres no son iguales, claro que no, pero que sean diferentes no implica que tengan derechos diferentes, o peor, que ellos tengan derechos y ellas no.

El camino de la lucha nunca es fácil pero es siempre necesario cuando hay injusticia, inhumanidad, violencia y asesinato. Hoy, lamentablemente, el feminicidio es una realidad para muchas mujeres, para cualquier mujer. Y ambos, hombres y mujeres deberemos comprender la necesidad de comprometernos con su erradicación.

✍ Psicoterapeuta Claudia Garibay

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